“Soy el mejor en lo que hago, pero lo que
hago no es muy agradable”. James Hudson Howllet.
Lo
que me gusta de los superhéroes es que hacen que cualquier mortal, como usted o
como yo (a menos que el que me esté leyendo sea el profesor Charles Francis
Xavier), sueñen con tener poderes y defender a los débiles. Uno desea más tener
esos poderes en un momento crucial, como cuando me atracaron en Suba Rincón y
el ñero me dio un puntazo. Hubiese querido tener el poder de curarme a mí
mismo, sacar las garras y decapitar al degenerado que me hirió.
Con
lo que acaban de leer ya saben cuál es mi héroe favorito. Su nombre real está
en la frase de inicio de este escrito. Lo conocen más como Logan. Pero más
famoso su apodo: Wolverine. En los años 90 cuando por primera vez vi la serie
en dibujados animados, los X Men, me gustaba que este personaje no era como
Superman, demasiado bondadoso y equilibrado, al contrario, tenía su raye mental
como muchos de los que tienen Twitter.
El
hecho de poder disfrazarse en esta década hace que muchos de nosotros siendo
adultos demos rienda a la imaginación y podamos ser, al menos por un día, el
personaje que siempre hemos querido. En el año 2011 tuve la oportunidad de
afeitarme, peinarme y vestirme como Wolverine. Obvio, estoy años luz de ser
Hugh Jackman pero por un día tuve la oportunidad de lucir como el superhéroe
que hubiese querido ser si la realidad no existiera.
¿Las
garras? Si, muy recursivo, fueron hechas con palos de pincho y recubiertas de
papel aluminio. Amarradas con un caucho. No salían de mis manos como Wolverine
y podía guardarlas en el bolsillo de mi pantalón. Lo complicado fue tener que
salir a coger bus. Nadie espera que un héroe tan popular como este suba a un
medio de transporte, se quite las garras porque está encartado, saque un
billete de 2000 y pague el pasaje mientras espera las vueltas. Los pasajeros me
miraban y alcancé a ver como dos chiquillas se burlaban y me imaginé que
susurraban: ¿Cierto que ese man es de los X Men? Pero… ¿Qué hace cogiendo
buseta? ¡Tan huevón!
Fui
a bailar. Las benditas garras de aluminio y palos de pincho eran incomodas para
poder agarrar a mi amiga que iba disfrazada de Tormenta. Mientras hacíamos la
coreografía del “hombre divertido” de Wilfrido Vargas escuchaba unas parejas
que decían: “¡Pero este Wolverine baila hasta chistoso!” Para esa hora ya se me
había perdido uno de los palitos, y el gel que me hacía ver como Lobezno (así
le llaman en España) ya se había ido debido al sudor. Sin embargo me alcancé a
tomar un par de fotos, especialmente aquella con otro Wolverine que al verme
dijo: ¡El suyo le quedó más bacano! ¡Mis garras son de plástico! Me tomé fotos
con una Gatubela, un Ciclope y con un Batman que tenía unas Converse rojas. Me
fui a la casa, esta vez agarrando un taxi.
“¿Don
Golgerin? ¿A dónde lo llevo?” me preguntó el taxista. “A Suba, por favor” le
dije. Casi que no me hace el favor. Ni modo de amenazarlo con mis garras porque
sólo me quedaba un palito de pincho y el aluminio ya se le había caído. Fue un
silencio incomodo todo el camino hasta mi casa. Al llegar al barrio nadie me
vio. Abrí la puerta, sentí un latido de perro a lo lejos. Asalté la cocina y raspé
la olla de arroz y me comí el último pedacito de plátano que habían dejado mis
hermanos.
Esa
noche no hice ningún acto heroico. No decapité enemigos. No luché contra otros
mutantes locos. No salvé inocentes amenazados por algún ser malévolo. Sólo fui
el Wolverine de la noche. Fui el mejor en lo que hice, pero lo que hice no fue
muy agradable. Total, sigo siendo un man, ahí, todo X.